Meditación para el III Domingo de Adviento
Ciclo A
Hasta que el Hijo del hombre entrara en la historia, el mundo estaba oprimido por las tinieblas del Demonio. Por eso la liturgia nos presenta la Navidad, momento en que el esplendor de la Gloria del Señor envolvió a los pastores, como un misterio de iluminación de las almas, una victoria de la Luz sobre la noche tenebrosa.
Juan el Bautista es el testigo de esa Luz, antorcha ardiente que se extingue a la salida del Sol nacido de lo alto. Tales son la grandeza y los límites del Precursor.
"Se acerca el Reino de Dios", fue su primer anuncio. Y todos los cristianos, convertidos en heraldos de Cristo por el bautismo, deberíamos, como él, preparar el camino del Señor, ser gracia de Dios puesta al paso de los que nos rodean.
"En medio de vosotros hay alguien a quien no conocéis" (Jn 1, 26), fue su segundo mensaje que llega hasta nosotros atravesando la opacidad de los siglos con toda su rudeza.
Porque muchas veces pasamos junto a Cristo, pero las escamas de carne que cubren los ojos de nuestra fe nos impiden reconocerlo.
Estos dos mensajes alcanzan su momento plenario en la Sagrada Eucaristía, porque mediante ella no sólo se nos acerca el Reino de Dios, sino que penetra en nuestro interior y, velado Jesucristo por las especies eucarísticas, se coloca en medio de nosotros para unirnos a Él y cohesionarnos en la comunión de la Iglesia.
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