Monición para el
II Domingo del Tiempo Ordinario
¡Haced lo que Él os diga! |
El Cristianismo propone el misterio de Dios a través de símbolos, uno de los cuales es el sacramento del Matrimonio, figura de la relación esponsalicia entre el Señor y su pueblo.
Ya en el Antiguo Testamento Dios requiebra a Israel como a una amada, al mismo tiempo que, irritado por cada traición suya, lo llama adúltero por medio de sus profetas.
Llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo vino al mundo en búsqueda de su amada: la Iglesia; y se desposó con ella, en las bodas más santas que jamás han habido, en el seno purísimo de Santa María; sagrario en el cual se consumó el matrimonio entre lo divino y lo humano, divorciados hasta entonces por el pecado original.
Las bodas de Caná, escenario del primer milagro de Jesús, han de ser vistas a través de este misterio central de la Revelación.
Allí nos mostró el Señor que también ha venido a restaurar el amor conyugal dañado por el pecado de nuestros primeros padres, y necesitado, por tanto, del auxilio constante de la gracia. Pues es experiencia común que para mantener las buenas relaciones y para sobrellevar el peso de una familia, no basta el mero amor humano.
La presencia del Señor en las bodas de Caná irradió a los invitados, en medios de quienes estaba repartiendo sus beneficios, una alegría del Cielo.
Del mismo modo la presencia sacramental de Jesucristo en medio de la familia cristiana asegura las gracias necesarias para alcanzar la felicidad.
Pero hay que recordar que el Señor se complace en que recurramos al auxilio constante de su santísima Madre. Sigamos pues la exhortación que ella dirigiera hace dos mil años: "¡Haced lo que Él os diga!".
Recordando que la comunión es el acto nupcial por el cual Cristo y el que lo comulga se hacen una sola carne, pidámosle al Señor en cada Eucarístía, por intercesión de Santa María, que nos conceda la gracia de creer cada vez con más firmeza en su presencia real entre nosotros; y que disuelva las durezas de nuestro corazón como transformó el agua en vino, para que, enamorados de Él, podamos gustar el elixir vivificante de su caridad.
Ya en el Antiguo Testamento Dios requiebra a Israel como a una amada, al mismo tiempo que, irritado por cada traición suya, lo llama adúltero por medio de sus profetas.
Llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo vino al mundo en búsqueda de su amada: la Iglesia; y se desposó con ella, en las bodas más santas que jamás han habido, en el seno purísimo de Santa María; sagrario en el cual se consumó el matrimonio entre lo divino y lo humano, divorciados hasta entonces por el pecado original.
Las bodas de Caná, escenario del primer milagro de Jesús, han de ser vistas a través de este misterio central de la Revelación.
Allí nos mostró el Señor que también ha venido a restaurar el amor conyugal dañado por el pecado de nuestros primeros padres, y necesitado, por tanto, del auxilio constante de la gracia. Pues es experiencia común que para mantener las buenas relaciones y para sobrellevar el peso de una familia, no basta el mero amor humano.
La presencia del Señor en las bodas de Caná irradió a los invitados, en medios de quienes estaba repartiendo sus beneficios, una alegría del Cielo.
Del mismo modo la presencia sacramental de Jesucristo en medio de la familia cristiana asegura las gracias necesarias para alcanzar la felicidad.
Pero hay que recordar que el Señor se complace en que recurramos al auxilio constante de su santísima Madre. Sigamos pues la exhortación que ella dirigiera hace dos mil años: "¡Haced lo que Él os diga!".
Recordando que la comunión es el acto nupcial por el cual Cristo y el que lo comulga se hacen una sola carne, pidámosle al Señor en cada Eucarístía, por intercesión de Santa María, que nos conceda la gracia de creer cada vez con más firmeza en su presencia real entre nosotros; y que disuelva las durezas de nuestro corazón como transformó el agua en vino, para que, enamorados de Él, podamos gustar el elixir vivificante de su caridad.
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