Monición para el
XXXII Domingo del Tiempo Ordinario
¡Oiga Aquí la homilía que resume esta monición!
Estuve preso y me vinisteis a ver. |
¡Oiga Aquí la homilía que resume esta monición!
La enseñanza de la limosna atraviesa las Sagradas Escrituras y llega a la plenitud en las parábolas de Jesucristo. El libro del Deuteronomio manda: "Nunca dejará de haber pobres en la Tierra, por eso te doy este mandamiento: abrírás tu mano al necesitado y al pobre". Mientras que el Señor dice en uno de sus aforismos "Mejor es dar que recibir".
Tan grande es el valor de la limosna, que el Juicio Final ha sido descripto por Cristo Jesús en función de ella: "Venid benditos de mi Padre y recibid en herencia el reino que fue preparado desde el comienzo del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme."
Por eso trasunta verdad aquel epitafio de una tumba: "he perdido lo que he gastado, he dejado a los demás lo que tenía, sólo me queda lo que he dado". A esta alma que atesoró en el cielo, le dice el Señor: "toma lo que guardaste, entra en posesión de lo que adquiriste, Yo te lo he reservado para alegría tuya eterna".
No le pareció a Cristo bastante la Cruz y la muerte. Se hizo pobre, peregrino, viajero, se dejó desnudar, sufrió la cárcel y el dolor, intentando lograr que nosotros lo atendiéramos. Él nos dice: "Tuve sed por vosotros en la Cruz y ahora la siento en mis pobres que os piden un vaso de agua. Yo que puedo alimentarme por Mí mismo, prefiero dar vueltas a vuestro alrededor y extender mis manos a vuestros pasos".
La obras de misericordia espiritual, olvidadas quizá hoy en la predicación de la Iglesia: dar consejo al que ha menester, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, son parte importante del tesoro de la limosna, que consiste tanto en dar un vaso de agua como uno de gracia.
Pidamos al Señor que se despojó de todo, y que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, nos ayude a inmolarnos con él, a desnudarnos de nuestra codicia, a clavarnos junto a Él en la Cruz, para que nos sintamos impelidos a verlo con los ojos de la fe en nuestros hermanos más necesitados.
Tan grande es el valor de la limosna, que el Juicio Final ha sido descripto por Cristo Jesús en función de ella: "Venid benditos de mi Padre y recibid en herencia el reino que fue preparado desde el comienzo del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme."
Por eso trasunta verdad aquel epitafio de una tumba: "he perdido lo que he gastado, he dejado a los demás lo que tenía, sólo me queda lo que he dado". A esta alma que atesoró en el cielo, le dice el Señor: "toma lo que guardaste, entra en posesión de lo que adquiriste, Yo te lo he reservado para alegría tuya eterna".
No le pareció a Cristo bastante la Cruz y la muerte. Se hizo pobre, peregrino, viajero, se dejó desnudar, sufrió la cárcel y el dolor, intentando lograr que nosotros lo atendiéramos. Él nos dice: "Tuve sed por vosotros en la Cruz y ahora la siento en mis pobres que os piden un vaso de agua. Yo que puedo alimentarme por Mí mismo, prefiero dar vueltas a vuestro alrededor y extender mis manos a vuestros pasos".
La obras de misericordia espiritual, olvidadas quizá hoy en la predicación de la Iglesia: dar consejo al que ha menester, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, son parte importante del tesoro de la limosna, que consiste tanto en dar un vaso de agua como uno de gracia.
Pidamos al Señor que se despojó de todo, y que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, nos ayude a inmolarnos con él, a desnudarnos de nuestra codicia, a clavarnos junto a Él en la Cruz, para que nos sintamos impelidos a verlo con los ojos de la fe en nuestros hermanos más necesitados.
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