Monición para el XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Ciclo C
Uno de ellos, viendo que estaba curado, volvió a dar gracias |
La gracia de Dios, que antecede a todo mérito y es su causa intrínseca, ilumina al pecador para que en su conciencia tome nota de su pecado y, movido por el influjo del don divino, implore al Altísimo su perdón y su salvación.
Por eso varias veces en el Evangelio aparece en boca de pecadores y de enfermos de diversas dolencias, la que acaso se la súplica más hermosa y humilde del cristianismo, tan excelsa y sublime, que es la que abre la dimensión penitencial de la Santa Misa, y que los más grandes compositores cristianos han engalanado con sus acertadas melodías: el Kyrie eleison, es decir, Señor, ten piedad, misericordia de nosotros pecadores.
Es el caso del leproso del Evangelio de hoy, en cuya oración de súplica se invoca a Jesús, ante todo, con un título divino: "Señor", mismo que el Antiguo Testamento reservaba sólo para Dios.
Con esta palabra, el pecador o el enfermo reconoce que aquel a quien invoca no es un gurú, un mero taumaturgo, un profeta o un intermediario entre Dios y los hombres, sino que es Dios mismo, quien por amor misericordioso, se ha dignado asumir nuestra naturaleza, para redimirla del pecado y de la muerte eterna.
Con esta invocación, al mismo tiempo que se reconoce la Divinidad de Jesús, se acepta que Él, además de otorgar el milagro de la curación, concede la gracia, el perdón y la salvación, que nadie más que Dios puede dispensar.
Por esa razón San Lucas, al cabo del milagro de la curación, pone en labios de Jesús estas palabras: "Anastás, tu fe te ha salvado", que aunque generalmente se traduce como "levántate, tu fe te ha salvado", significa "resucita, tu fe te ha salvado". Exactamente la misma expresión que el Evangelio usará para hablar de la Resurrección de Cristo: "anástasis".
Jesús, el Maestro, el Hijo de Dios, resucita al pecador, al enfermo, al indigente y carente de gracia, justamente porque lo rescata de la muerte en la que el hombre yace sin Dios, y al concederle la gracia santificante, lo levanta de la postración del pecado para resucitarlo a la vida divina. El milagro de la curación es tan sólo el anticipo del otro y decisivo milagro: la salvación.
¡Admirable misterio del amor divino! El hombre sin Cristo yace en la lepra del ostracismo, del exilio, de la imposibilidad del cielo… pero el Señor, Dios y Hombre verdadero, el Redentor, extendiendo su mano poderosa, toca la inmundicia de la lepra interior que mancha nuestras almas y, con su divino poder y su ardiente misericordia, nos rescata, nos redime, y nos resucita para gozar de su Vida y de su eterna compañía.
¡Oh Amado Señor, ten piedad de nosotros, purifica nuestras almas de todo pecado, enciéndenos con la llama de tu divino amor, limpia nuestras conciencias de toda inmundicia y haznos tuyos, dilectos hijos del Padre celestial!
¡Señor, haz que seamos coherederos de tu gloria, la que nos conquistaste en aquel tercer día glorioso, cuando, surgiendo victorioso de los abismos, aplastaste para siempre al dragón infernal!
¡Y espéranos, Pastor eterno, a nosotros, tus amadas ovejas, para que, terminado el curso de esta antesala nupcial, seamos dignos de entrar en tu divino banquete del cielo!
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1 comentario:
Ay de mi Señor! que prefiero a las criaturas, a los ídolos, a los placeres más que a Tí, que comulgo con los principios de un mundo inmundo, que creo que la novedad es divertida y puede superar lo eterno por aburrido. Ay de mi Señor! porque he probado de todo y no soy nada, como decia la santa, soy nada más pecado. Ay de mi Señor! que soy como un muerto que vive para matar a otros. Apiádate de mi alma raquítica y aliméntala con tu misericordia y cuerpo y sangra.
Líbrame de mis cadenas, de mis ataduras de mis propios engaños. Sácame del estiércol de mi propia iniquidad. Devúelveme, si tu quieres la vida que perdí. Así sea
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