Monición para el
IV Domingo del Tiempo Ordinario
¿No es éste el hijo de José? |
Cuando los padres de Jesús lo llevaron al templo para cumplir con las prescripciones de la Ley, el anciano Simeón les profetizó que sería signo de contradicción (Lc 2, 34).
Treinta años después llegó el momento de las primeras confrontaciones en su propio pueblo de Nazaret, lugar agraciado por Dios con la presencia del Dueño del Cielo y de la tierra.
Allí, el Señor de la Historia que se había vivido entre sus gentes, en un gesto de caridad para con ellos, les adelantó el advenimiento del Reino tantos siglos esperado.
Sin embargo Él sabía que iba a encontrar resistencia: "Os aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra".
Y aunque las inteligencias y las voluntades de los que lo escucharon hayan experimentado el fulgor que ensanchaba infaltablemente los corazones de sus oyentes, las tinieblas se negaron a recibir las palabras de Jesús.
En lugar del gozo y la alegría por el anunciado advenimiento, se levantó un tumulto de proporciones asesinas cuyo significado último es el rechazo de la Divinidad de Cristo: un hombre más, el hijo del carpintero.
El Señor, poniéndoles dos ejemplos bíblicos, les enseñó que Dios no está limitado por el deseo de los hombres y que su salvación no se restringe a la Casa de Israel sino al mundo entero. Por eso, desde lo alto, cada hombre recibe las gracias suficientes para su salvación.
No obstante, hoy como ayer el mundo se parece a la sinagoga de Nazaret, pues oye en vano al Señor que le habla.
Algunos no conocen los beneficios de la salvación, otros, sumergidos en las cosas temporales, la rechazan por fragilidad y, lo que es peor de todo, hay quienes llegando a odiar la Verdad, se revelan contra Dios haciendo caso omiso de su soberanía.
Al profeta Jeremías le tocó soportar la amargura de la deportación a Babilonia, desde dónde, junto a los buenos judíos, añoraba Jerusalén.
Contrario sensu, el moderno e incrédulo habitante de la ciudad del hombre, que sueña construir el reino terreno ignorando la Piedra Angular, se goza de vivir deportado en la Babilonia pagana en que ha devenido una sociedad que parece haber logrado el despeñamiento de Jesucristo.
Cuando la apostasía gana el sitial de las sociedades y de los individuos, crece la posibilidad de que los auténticos cristianos sufran persecución: en el seno de su familia, en su trabajo, y aún en la Iglesia donde la cizaña parece haber crecido más que el trigo.
A ellos les dice el Señor, como al profeta Jeremías: "No te derrotarán porque yo estoy contigo para librarte".
Pidámosle a Santa María, quien como nadie conoció la zaña del enemigo luciferino contra el Cordero Inocente, que nos alcance de su Hijo la gracia inmensa de la perseverancia final cuando tengamos que sufrir por su causa.
Treinta años después llegó el momento de las primeras confrontaciones en su propio pueblo de Nazaret, lugar agraciado por Dios con la presencia del Dueño del Cielo y de la tierra.
Allí, el Señor de la Historia que se había vivido entre sus gentes, en un gesto de caridad para con ellos, les adelantó el advenimiento del Reino tantos siglos esperado.
Sin embargo Él sabía que iba a encontrar resistencia: "Os aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra".
Y aunque las inteligencias y las voluntades de los que lo escucharon hayan experimentado el fulgor que ensanchaba infaltablemente los corazones de sus oyentes, las tinieblas se negaron a recibir las palabras de Jesús.
En lugar del gozo y la alegría por el anunciado advenimiento, se levantó un tumulto de proporciones asesinas cuyo significado último es el rechazo de la Divinidad de Cristo: un hombre más, el hijo del carpintero.
El Señor, poniéndoles dos ejemplos bíblicos, les enseñó que Dios no está limitado por el deseo de los hombres y que su salvación no se restringe a la Casa de Israel sino al mundo entero. Por eso, desde lo alto, cada hombre recibe las gracias suficientes para su salvación.
No obstante, hoy como ayer el mundo se parece a la sinagoga de Nazaret, pues oye en vano al Señor que le habla.
Algunos no conocen los beneficios de la salvación, otros, sumergidos en las cosas temporales, la rechazan por fragilidad y, lo que es peor de todo, hay quienes llegando a odiar la Verdad, se revelan contra Dios haciendo caso omiso de su soberanía.
Al profeta Jeremías le tocó soportar la amargura de la deportación a Babilonia, desde dónde, junto a los buenos judíos, añoraba Jerusalén.
Contrario sensu, el moderno e incrédulo habitante de la ciudad del hombre, que sueña construir el reino terreno ignorando la Piedra Angular, se goza de vivir deportado en la Babilonia pagana en que ha devenido una sociedad que parece haber logrado el despeñamiento de Jesucristo.
Cuando la apostasía gana el sitial de las sociedades y de los individuos, crece la posibilidad de que los auténticos cristianos sufran persecución: en el seno de su familia, en su trabajo, y aún en la Iglesia donde la cizaña parece haber crecido más que el trigo.
A ellos les dice el Señor, como al profeta Jeremías: "No te derrotarán porque yo estoy contigo para librarte".
Pidámosle a Santa María, quien como nadie conoció la zaña del enemigo luciferino contra el Cordero Inocente, que nos alcance de su Hijo la gracia inmensa de la perseverancia final cuando tengamos que sufrir por su causa.
Ilustra esta entrada: Fragmento del óleo sobre lienzo del pintor francés Georges de la Tour titulado "San José Carpintero" (1645). Se exhibe en el museo del Louvre.
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