sábado, 5 de enero de 2013

Cuento de Reyes Magos


La fallida arenga revolucionaria de Sócrates


La Epifanía es nuestra Navidad

Queridos Amigos:

Han llegado los santos Reyes Magos, protagonistas principales de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo. Lamentablemente los católicos parecemos haber perdido de vista el significado de esta Solemnidad, que pasa un tanto desapercibida aunque sea la Navidad de las naciones (ver AQUÍ).
Signo de lo cual es la abrumadora propaganda que tiene Papá Noel, desconocido casi por completo no muchos años ha, en detrimento de nuestros tradicionales astrónomos.

Nademos nosotros contra corriente, restaurando la tradición católica en la mente y en el corazón de nuestros hijos. ¡Qué las "verdades" de los racionalistas sean para ellos malos sueños, como enseña este cuento de José María Pemán que los Reyes han dejado como presente a nuestros lectores:



El Republicano y los Reyes Magos


Como su padre había sido también republicano y racionalista, le había puesto por nombre Sócrates. Él, a su vez, siguiendo la costumbre, le había puesto a su hijo Plutarco.

Su mujer, obesa y dulce, disculpaba todo esto, con la sumisa tolerancia de las mujeres españolas. Tenía un supersticioso respeto para ese mundo de fronteras inviolables donde se encierran las «cosas de los hombres».
Estaba segura de que su marido tenía «buen fondo», que es lo que importa, y de que, cuando se sintiese morir, pediría los sacramentos.

Respaldada en estas confianzas, con su bata de flores y su manojo de llaves, iba y venía por la casa, callada, hacendosa, humilde de llamarse, sencillamente, Rosario, entre el bebedor de la cicuta y el autor de las Vidas paralelas.

Don Sócrates era republicano federal. Profesaba las «ideas nuevas», o sea, las ideas francesas y alemanas de 1890.
En un estante, encuadernadas y con cantos de oro, guardaba las obras de Castelar, Pi y Margall, Salmerón, Darwin y Augusto Compte. Y su mujer les quitaba el polvo, todos los sábados, con un plumerito, cogiendo cada tomo displicentemente, con dos dedos, para no contagiarse, como quien coge una viborilla.

Don Sócrates había oído, en sus mocedades, un discurso de Castelar en un círculo republicano. Era la anécdota más emocionante de su vida, y recordaba todos los detalles de la escena.
Al terminar, había logrado llegar hasta el orador y apretarle una mano, diciendo:
—No sé cómo puede usted respirar, don Emilio.
Y don Emilio se había vuelto a él y le había hablado. Era la única vez que le había hablado don Emilio. Le había dicho:
—¡Je!… ¡La costumbre!

Y aquella noche, Rosario alzó de pronto sus dulces ojos cansados de la costura.
—Sócrates, ¿sabes que Plutarquito le ha pedido una trompeta a los reyes magos?
Sócrates dejó sobre la camilla el periódico que leía, se quitó los quevedos y replicó con severidad:
—Rosario: es menester acostumbrar al niño, desde chico, a no pedir nada a los reyes…
—Pero ya tú ves: una trompeta…
—Una trompeta todavía menos; al son de una trompeta ha cometido la humanidad todas sus grandes estupideces.
Hubo una pausa. Sócrates terminó:
—Se empieza pidiendo a los reyes una trompeta y se acaba pidiéndoles una credencial. Es menester infundir en el niño, desde ahora, la dignidad del ciudadano libre. Además, no quiero que Plutarquito crea en ese cuento de los reyes magos. Es preciso que se entere que cada uno tiene que buscarse lo suyo, de día y muy despabilado. Que nadie le trae a uno nada, de noche, para llenarle los zapatos.
—Pero, hijo, tiempo tiene el niño de enterarse de eso. Todavía es pronto…
—Nunca es pronto para la verdad…
—Está bien, hombre. No te enfades…
Y Rosario bajó la cabeza otra vez sobre la costura, y no habló ya una palabra. Porque había tomado la doble resolución que todas las mujeres dulces y sumisas toman siempre ante estos pequeños conflictos: primera, no discutir más; segunda, comprar una trompeta, sin que su marido se enterara, y ponerla la noche de reyes en el cuarto de Plutarquito.

La escena que se desarrolló a prima noche, la noche de reyes, no tuvo originalidad ninguna. Desde la alcoba matrimonial se oyó la voz adormilada de don Sócrates:
—Pero, Rosario, ¿no vienes? Y Rosario, que cosía en la salita, contestó sencillamente:
—Espérate, Sócrates, que tengo que acabar de marcar estos calcetines. Duérmete tú…
Y aguzando el oído, esperó unos momentos a que la respiración de su marido, que se filtraba entre las cortinas de la alcoba, fuese convirtiéndose en un ronquido leve, pacífico y sereno, característico de los niños y de los republicanos federales.
Entonces Rosario se descalzó para no hacer ruido, se dirigió a un armario y sacó de un envoltorio de papel una trompeta niquelada, alta, magnífica, propia para que Plutarquito jugase, no ya a los soldados, sino al jazz-band.
Nadie se desliza más suavemente que las madres, en la noche de reyes, al entrar en el cuarto de sus hijos. Calzadas de silencio y de ternura, resbalan como hadas, en suave complicidad con la alfombra, para no despertar a sus hijos de ninguna de las dos bellas mentiras: el sueño y la leyenda de los reyes repartidores de juguetes.
Así entró doña Rosario en la alcoba de Plutarquito, con su bata de flores y su trompeta, obesa y sublime, sobre la sordina de sus pies descalzos.
Plutarquito dormía apaciblemente en su cama de metal dorado, bajo una litografía de la Sagrada Familia de Murillo. Porque don Sócrates no creía, pero respetaba el arte. Doña Rosario recorrió tácitamente la habitación, colocó la trompeta sobre una silla, e iba a dar un beso a Plutarquito, cuando se sintió bruscamente separada de un empellón.
Miró con horror y encontró tras de sí a su marido, magnífico y desconcertante, con sus zapatillas, su largo batín azul y su gorro con borla. Estaba agigantado por la ira. Parecía la imagen de la inteligencia rompiendo la superstición.
Don Sócrates sentencio:
—Rosario, te oí salir de puntillas del gabinete, y me lo supuse todo. Porque otra cosa no podía ser. Tienes cincuenta años y pelos en la barba.
Y después de estas declaraciones mortificantes, don Sócrates encendió la luz eléctrica, zamarreó fuertemente a Plutarquito para despertarlo y exclamó con tono de arenga revolucionaria:
—¡Plutarco! ¡Plutarco! No he de dejar que siembren de errores tu razón naciente. Fíjate bien. ¿Ves a tu madre? Tu madre es la que te ha traído esa ridícula trompeta bélica. No creas nunca que te la trajeron los reyes magos. Eso es una superchería. Nebrija dice que los tres reyes magos ni fueron tres, ni fueron reyes, ni fueron magos. Pero yo creo más: yo creo que no existieron.
Rosario lloraba tras su marido. Plutarquito se había despertado a medias y pugnaba por abrir sus ojos azules. Don Sócrates tomó a su mujer con una mano y a la trompeta con otra, y recalcó apocalípticamente: 
—Graba bien lo que te digo, Plutarco. ¿Ves a tu madre? ¿Ves la trompeta? ¿Ves la realidad cruda?
Plutarquito abrió un ojo con dificultad. Bostezó. Le temblaba la voz.
—Veo a mamá y a la trompeta. Lo otro no lo veo…
—Quiero decir, Plutarco, que es preciso que, desde niño, aprendas a guiarte por lo que ven tus ojos y no por…
Plutarquito se había dormido profundamente. El sueño de sus seis años sin remordimientos podía más que las sonoras palabras del racionalista.

A la mañana siguiente, don Sócrates estaba desayunándose en la cama. Don Sócrates desayunaba en la cama los días que no tenía oficina. Tomaba frutas y espinacas, porque era vegetariano. De pronto irrumpió en la alcoba Plutarquito, tocando sonoramente la trompeta. Don Sócrates le hizo subir a la cama sobre sus rodillas.
—Vamos a ver, Plutarquito, ¿quién te ha traído esa trompeta?
—Toma…, ¡los reyes!
—Pero, entonces, ¿no recuerdas que esta noche?…
—Verás, papá. Esta noche, cuando me acosté, me quedé con los ojos muy abiertos, para no dormirme, y ver entrar a los reyes. Paquito, el primo, me había dicho que él los vio el año pasado, y que entraron en su cuarto por el balcón. Y yo los vi esta noche. Gaspar tenía una barba blanca, como el tío Miguel. Y Melchor era negro. Parecía un limpiabotas. Llevaban todos unos mantos muy largos, muy largos…
—Pero, luego…
—Luego me dormí, papá. Y soñé una cosa rarísima y divertidísima. No me atrevo a decírtela.
—¿Qué soñaste?
—Soñé que tú, papá, estabas junto a mi cama. Llevabas una sotana azul muy larga y un gorro colorado. ¡Qué ridículo! Parecías uno de esos muñecos de la feria a los que se le pueden tirar seis pelotas por una perra gorda.
—¿Y qué más?
—¡Qué sé yo! Allí empezaste a decir que si la trompeta la había traído mamá, que si los reyes magos no eran de verdad. ¡Qué sé yo! ¡Tonterías! Yo no recuerdo bien todos los disparates que decías.
Luego bajó la voz y añadió:
—Pero no se lo vayas a contar a mamá. Porque, cuando sueño cosas raras, mamá me da una cucharada de sal de fruta.

Don Sócrates bajó la cabeza pensativo. Entre las cortinas se dibujaba la figura obesa y dulce de doña Rosario, sonriente, paciente, ligeramente irónica; segura de su triunfo definitivo.
Don Sócrates reanudó su austero desayuno de vegetariano. Estaba perplejo. Los reyes magos habían podido más que él. Sus verdades eran sueños para su hijo… ¿Cuál de los dos tendría razón?



En la Ilustración: "Adoración de los Reyes Magos" (hacia 1570). Tradicionalmente se ha considerado esta tabla procedente del antiguo Convento de Santo Domingo de Zaragoza como obra del pintor flamenco Rolán de Moys. En la actualidad se atribuye a Pablo Scheppers.

¡Por favor, deje su comentario!

10 comentarios:

Unknown dijo...

¡Me encantó! Gracias por compartirlo.
La magia, el amor, la fe y la esperanza se crecen con las historias, las leyendas y los cuentos. ¡Gracias por compartirlo!
Ya decía mi abuela:
"Ni tanto que queme al Santo. Ni tanto que no lo alumbre!.

Raquel de Jesús
México, D.F.

marcos dijo...

MUY BUENO ¡¡¡ como nos tienen acostumbrados.Les recomiendo este cuento de Reyes que me parecio genial:
http://27puntos.blogspot.com.ar/2012/12/por-el-llanto-de-una-niña.

(si alguno de los muchisimos seguidores de PAGINA CATOLICA es un curita cordobes,rector de una Universidad Catolica (¿?),para mas datos y lo lee, le sugiero se tome una purga previamente, cuestion que la inocencia del cuento le haga mas efecto ).

saludos

criollo y andaluz

María Carlota Lassalle de Valenzuela dijo...



¡Qué maravilloso regalo!. La maestría del escritor. Los detalles caseros, minuciosos, ¡tan ciertos!. El amor y la voluntad materna, que suelen ganar en las contiendas domésticas, aunque "ellos" no se enteren.
La tozuda fe de los niños,que ven, no lo que no existe, sino lo que está "Más allá". Por algo decía Jesús, "Dejad que los niños vengan a Mi" y también, "Si no os haceís pequeños como uno de éstos, no entrareís en el Reino de mi Padre".

En el día de la Epifanía, el Niñito Jesús, adorado como Rey de Reyes, por Melchor, Gaspar y Baltasar, nos bendiga a todos.

Página Católica dijo...

Muy bueno el cuento que indicas, Marcos. Gracias.

Anónimo dijo...

muy bueno el cuento.
Me encanta también la música que se escucha de fondo cuando uno abre el link. ¿Qué es?Me encantaría saber qué es. gracias

Anónimo dijo...

muy bueno no deshagan la ilusion de los niños que fue lo que mas amo Jesus

Página Católica dijo...

La música de fondo de esta entrada es un minuet compuesto por Georges Bizet como acompañamiento de la ópera L'Arléssiene de Francesco Cilea. Puede oírla y bajarla desde aquí:
http://gloria.tv/?media=380813

Saludos y gracias por comentar.

Julio Cesar dijo...

La inocencia y la pura esperanza de los niños, han de ser resguardados de las envejecidas ilusiones y frustraciones adultas.

Anónimo dijo...

Si por ahi que la palabra ilusión no es la correcta pues quién tiene ilusión es un iluso. Mejor es la gracia, la inocencia y la esperanza.

Anónimo dijo...

Felicito a Pagina Católica por el hermoso cuento que me han enviado en el día de hoy, festividad de los Reyes Magos.

De mas está decir que al ser una abuela lo reenvié a mis hijos y sobrinos que aún tienen niños en edad de mantener las ilusiones de la visita de los reyes con sus regalos.

Y confieso que a mis hijos aun de grandes solía ponerles regalos a escondidas manteniendo el ritual.

Afectuosamente