Monición para el XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Nadie es profeta en su tierra
Dice el autor de la carta a los Hebreos (11, 6): “Sine fide autem impossibile placere”. Es decir, “sin la fe es imposible agradar a Dios”,
y continúa diciendo: “le es necesario al que se acerca a Dios creer que Él existe y que es
remunerador de quienes lo buscan”.
La fe
sobrenatural es una gracia, un don divino, que el hombre nunca hubiera podido
alcanzar con su pobre esfuerzo racional y con el arduo trabajo de su voluntad.
Es ante todo una gracia teologal,
cuyo origen y término es siempre Dios mismo. Por el don infuso de la fe
conocemos a Dios “a Deo”, esto es,
desde Él mismo, no según nuestros preconceptos o elucubraciones ingeniosas de
nuestra inteligencia. Conocemos a Dios desde lo que Él mismo ha querido
revelarnos, lo cual está consignado en la Sagrada Escritura y en la viva
Tradición de la Iglesia, fuentes inagotables en cuyas aguas vivimos la vida
refrescante de la gracia de Dios. Si el inicio de la fe es Dios, también lo es
su término, pues la fe sigue el dinamismo propio de Dios que quiere que el
hombre, justificado por el bautismo y hecho hijo suyo, vuelva a Él. Por eso
decimos que la fe se orienta siempre hacia su objeto que es Dios: “ad Deum”.
Sin embargo,
la fe exige el concurso y la docilidad de nuestra inteligencia, que ha de
adherirse a Dios para conocerlo, gustarlo y desearlo como su meta y fin. Es por
eso que decimos con la teología de la Iglesia que “fides est cum assensione cogitare”, es decir, “creer es pensar asintiendo”. La fe católica implica ante todo el
don teologal, pero también la inteligencia cordial del creyente que frente a lo
que Dios revela y enseña, no pone obstáculos ni tropiezos, sino que asiente,
confía, recibe y hace suyo todo lo que Dios quiera mostrarle para ser creído.
En el
Evangelio de hoy, el Señor se asombra de la falta de fe de la gente de su
propio pueblo, entre la cual no pudo hacer milagros. La fe requiere nuestra
voluntad, nuestro corazón, nuestra inteligencia; en una palabra, Dios quiere
tomar nuestra vida entera para hacerla suya, de modo que nada se interponga
entre su voluntad amorosa y nosotros.
El drama
trágico del pecado es el único escándalo que puede hacernos tropezar e impedir
que creamos en Cristo, y que, por tanto, el Señor pase de largo sin obrar en
nosotros.
Que la Virgen
Santísima nos guarde de ese peligro, nos asista y defienda en nuestras dudas y
vacilaciones, nos ampare y cobije en la flaqueza de nuestra poca fe, de modo
que demos paso al Vencedor del pecado en nuestras vidas, y como un día le
dijeron los suyos, también nosotros le supliquemos cotidianamente: ¡Señor, aumenta nuestra fe!
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