Homilía en el día de la Independencia Nacional
Fiesta de Ntra. Sra. de Itatí
9 de Julio de 1987
R. P. Alberto Ignacio Ezcurra Uriburu
(Audio - 25' 23")
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La Patria es un don de Dios, quien ha decidido nuestro nacimiento en un lugar, una familia, una sangre, una cultura, una tradición y en un momento de la historia; y nos ha dado una misión: conservarla tal como la hemos recibido y transmitirla a nuestros hijos para ganarnos el cielo.
Nuestra Patria está herida en su cuerpo por la invasión extranjera de su territorio, y en su alma por la revolución cultural que pretende hacernos olvidar que ella es cristiana. Saberlo tiene que llevarnos a la oración, porque nadie dejaría de rezar al ver a su madre gravemente enferma, esperando del Señor quien, con su gracia, puede solucionar conflictos para nosotros deprimentes e insolubles.
Porque la Historia no es un cause ciego, como dicen los filósofos deterministas, y puede ser cambiada sobre todo con una oración insistente y fervorosa que gane el favor de Dios.
La oración debe cambiar, en primer lugar, ese pequeño pedazo de patria que es nuestro corazón y nuestra alma, haciéndonos capaces de cumplir nuestro deber de estado y de decir la verdad oportuna e inoportunamente. Luego cambiará la familia, la escuela, la empresa, el sindicato, el país todo. Porque cuando una sociedad se corrompe en profundidad, como el mundo en el que vivimos, es porque las células que la componen están enfermas, tienen su corazón lleno de pecado, de injusticia y de odio.
Las gracias y la fortaleza que hacen falta para cambiar la historia, la tenemos que encontrar poniéndonos de rodillas, no delante de los hombres ni de los usureros internacionales, sino delante del Altar del Dios Verdadero.
Porque en la Santa Misa no solamente se encuentra la fuerza para, sino también la obligación de combatir por la Iglesia, por la Patria y por la Justicia.
En este día en que celebramos la declaración de nuestra Independencia, que no ha sido ruptura con la tradición Católica e Hispánica que recibimos de nuestra Madre Patria, proclamada en circunstancias muy adversas, nos dé el Señor, por la poderosa intercesión de su Santísima Madre, la voluntad de entrega, de sacrificio y de heroísmo que necesitamos para mantener el Alma de la Patria fiel a los valores de la Hispanidad, de la Fe Católica y de la Romanidad que nos dieron origen.
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Al alba del 24 de Marzo de 1816, una salva de 21 cañonazos anunciaba al pueblo de San Miguel del Tucumán la instalación del Congreso de las Provincias Unidas del Río de la Plata, cuya inauguración se realizaría al día siguiente previo Tedeum en la Iglesia de San Francisco. En la solemnidad de la Encarnación de Jesucristo Nuestro Señor, comenzaba a gestarse la encarnación de la Nación Argentina.
De aquellos diputados que al asumir juraron ante Dios y prometieron a la Patria "conservar y defender la religión Católica Apostólica y Romana", y que declararían solemnemente la independencia de estas tierras el siguiente 9 de Julio, la mayoría eran sacerdotes.
Sobre veintinueve diputados que firmaron el Acta de la Independencia once eran sacerdotes; uno sería ordenado más tarde, y otro no pudo firmarla por cumplir una Comisión oficial. Luego del 9 de Julio de 1816 se incorporarían al Congreso otros siete sacerdotes, con lo cual su número ascendió a veinte. Podría decirse que la Argentina nació entre las pompas de la religión y de un congreso de teólogos.
Ilustra esta entrada: "Declaración de la Independencia Argentina", acuarela de Antonio González Moreno realizada en 1941. Se conserva en el Museo Histórico Nacional.
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