Monición para el Sexto Domingo de Pascua
Los dos enviados: El Hijo y el Espíritu Santo
29 de Mayo de 2011
Durante la Última Cena, el Señor pronunció un largo discurso en el que , como broche de oro de su catequesis, transmitió a sus discípulos predilectos los misterios más profundos del Evangelio; dos de los cuales nos aprestamos a celebrar próximamente: La Ascensión del Señor y la Solemnidad de Pentecostés.
No podía ser de otro modo, en primer lugar porque los corazones de los apóstoles, luego de tres años junto al Divino Maestro, ya estaban preparados. Pero, además, era inminente la Pasión del Señor, acontecimiento que, por superar la capacidad del intelecto humano, requería una especial iluminación que sostuviese la Esperanza contra toda esperanza.
La vida de la Iglesia y la de cada cristiano en particular, está edificada y sostenida por la acción conjunta y personal de las dos Personas Divinas enviadas al Mundo: el Hijo que nos ha redimido y el Espíritu Santo que, mediante la gracia, nos santifica. Por eso el Cristianismo no es una doctrina cualquiera sino un modo de vida que diviniza al hombre por la acción de Dios.
Pero no todos están dispuesto a recibir el influjo divinizador del Espíritu. El mundo “mundano” que no lo ve, ni percibe su accionar porque tiene atrofiados los sentidos del alma, no lo conoce porque, en la condición en que se encuentra no puede entender las cosas de Dios.
Pidamos al Señor, por intercesión de su Santísima Madre, que, preservándanos de las insidias mundanas, nos dé la humildad de vaciarnos de nosotros mismos para dejarnos llenar de la Gracia que nos hace santos.
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