Monición para el
XXV Domingo del Tiempo Ordinario
XXV Domingo del Tiempo Ordinario
23 de Septiembre de 2012
El Libro de la Sabiduría nos enseña en el texto que se lee este Domingo XXV durante el Año, que el justo se hace insoportable a los impíos por su sola presencia; pues su obrar resulta una denuncia para los que viven ignorando la Ley de Dios.
Esta realidad vale hoy más que nunca, en el seno de una sociedad cuyos criterios no coinciden con el Evangelio. Por eso los católicos actuales tienen que ser tenidos necesariamente por distintos, pues no podrán mimetizarse sin traicionar a Cristo.
En esa línea, el anuncio de la Pasión del Mesías causó cierta decepción entre sus propios discípulos, que esperaban un triunfo terreno. A pesar de lo cual se atrevieron a discutir a sus espaldas, quién de ellos sería el mayor en aquél reino temporal que les costaba creer se les negara: seguían entendiendo la misión del Señor como una misión política o social.
Jesús responde a esta cerrazón con suma paciencia, enseñándoles que la autoridad es, antes que nada, servicio. El que a nadie tiene bajo su mando, fácilmente se torna egoísta. En cambio quien tiene a su cargo a otras personas debe salir de sí y poner su talento de conductor en favor de quien conduce.
El Señor era bien consciente de su autoridad. Por eso respondió a la pregunta de Pilato "¿Tú eres Rey?" diciéndole: "Sí, para eso he nacido, para eso vine al mundo", es decir para ejercer autoridad. Por eso el Santo Padre, que es su Vicario, gusta llamarse a sí mismo Siervo de los Siervos de Dios.
Pero al mismo tiempo que nos exhorta a ejercer la autoridad como un servicio, Jesucristo nos recomienda la humildad; ser "humus" es decir tierra, niños desvalidos delante de Dios. Humildad que no es pusilanimidad como algunos piensan, sino el presupuesto fundamental de la magnanimidad, virtud que nos hace emprender cosas grandes basados en el auxilio divino.
Ejemplo eminente de humildad es nuestra madre María Santísima que, habiéndose vaciado de sí misma hasta el abismo, no sólo atrajo la mirada benévola del Señor sino su presencia física. Por eso, por haberse hecho la última, la esclava del Señor, Dios la constituyó en Reina de los Cielos y de la Tierra.
En la Cruz, el Señor, en el más radical de los despojos, ofreció el Sacrificio de nuestra redención que renovaremos en el altar. Despojémonos de nuestro orgullo, y luego de recibir las Sagradas Especies, pidámosle que al llegar a nuestro interior contemple el espectáculo de nuestra miseria y se sienta inclinado a llenarnos con su plenitud.
Esta realidad vale hoy más que nunca, en el seno de una sociedad cuyos criterios no coinciden con el Evangelio. Por eso los católicos actuales tienen que ser tenidos necesariamente por distintos, pues no podrán mimetizarse sin traicionar a Cristo.
En esa línea, el anuncio de la Pasión del Mesías causó cierta decepción entre sus propios discípulos, que esperaban un triunfo terreno. A pesar de lo cual se atrevieron a discutir a sus espaldas, quién de ellos sería el mayor en aquél reino temporal que les costaba creer se les negara: seguían entendiendo la misión del Señor como una misión política o social.
Jesús responde a esta cerrazón con suma paciencia, enseñándoles que la autoridad es, antes que nada, servicio. El que a nadie tiene bajo su mando, fácilmente se torna egoísta. En cambio quien tiene a su cargo a otras personas debe salir de sí y poner su talento de conductor en favor de quien conduce.
El Señor era bien consciente de su autoridad. Por eso respondió a la pregunta de Pilato "¿Tú eres Rey?" diciéndole: "Sí, para eso he nacido, para eso vine al mundo", es decir para ejercer autoridad. Por eso el Santo Padre, que es su Vicario, gusta llamarse a sí mismo Siervo de los Siervos de Dios.
Pero al mismo tiempo que nos exhorta a ejercer la autoridad como un servicio, Jesucristo nos recomienda la humildad; ser "humus" es decir tierra, niños desvalidos delante de Dios. Humildad que no es pusilanimidad como algunos piensan, sino el presupuesto fundamental de la magnanimidad, virtud que nos hace emprender cosas grandes basados en el auxilio divino.
Ejemplo eminente de humildad es nuestra madre María Santísima que, habiéndose vaciado de sí misma hasta el abismo, no sólo atrajo la mirada benévola del Señor sino su presencia física. Por eso, por haberse hecho la última, la esclava del Señor, Dios la constituyó en Reina de los Cielos y de la Tierra.
En la Cruz, el Señor, en el más radical de los despojos, ofreció el Sacrificio de nuestra redención que renovaremos en el altar. Despojémonos de nuestro orgullo, y luego de recibir las Sagradas Especies, pidámosle que al llegar a nuestro interior contemple el espectáculo de nuestra miseria y se sienta inclinado a llenarnos con su plenitud.
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