Liturgia de la Palabra en la
Solemnidad de la Ascensión del Señor
4 de Mayo de 2008
R.P. Mons. José Salvador Torquiaro
(Audio: 24' 00")
Como dice el Padrenuestro, donde está el Padre, está el Cielo; presencia Divina, permanente, personal, invisible que envuelve y conserva todo lo creado con su bondad y omnipotencia.
Por eso, a pesar de las limitaciones de nuestra naturaleza, de las enfermedades, de los problemas de todo tipo, el hombre que vive con Dios, que vive entusiasmado (entusiasmo significa: estar con Dios) puede, en este mundo, experimentar algo del Cielo.
Sin embargo, puesto que no somos ángeles, no podemos ignorar las exigencias de la tierra, y las necesidades del cuerpo al que se debe cuidado; por lo cual es difícil exigirle virtud a la miseria. Del mismo modo, no podemos olvidar las necesidades de nuestra alma cuya principal apetencia, el ansia de Cielo, no se podrá satisfacer ni con todo el oro del mundo. Por eso hay personas que son tan pobres que lo único que tienen es dinero.
No es en la línea del horizonte donde el cielo se une a la tierra, sino en el hombre que tiene a Dios en su alma. Allí se da lo que nos recuerda la señal de los cristianos, la Cruz: que no podemos prescindir de ninguna de sus dos orientaciones. No obstante, hay hombres e incluso cristianos de utilería, carentes de raíces cual árbol artificial, sin sensibilidad frente al sufrimiento de los demás ni energías para elevarse hacia lo alto.
Tenemos la libertad de negar el cielo, o dejar de lado los Diez Mandamientos, pero deberemos atenernos a las consecuencias que son la infelicidad, la frustración, la soledad y hasta el suicidio. Porque nuestra alma, que tiene exigencias de verdad y bien absolutos, sería un absurdo si el cielo no existiera. ¡Que no nos pase como a Nietzsche que alcanzó la plenitud de la locura al afirmar: Dios ha muerto!
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Ilustra esta entrada: "La Ascensión de Jesucristo", fresco de Giotto di Bondone que decora la capilla Scrovegni de Padua, Italia.
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